Vallejo en los Infiernos
¿Dónde está Vallejo?
Por Eduardo González Viaña
Fragmento de la novela "Vallejo en los infiernos"
Fue recibido por un criado que le enseñó la habitación que le estaba reservada y abrió para él un ropero de cedro. Después, lo llevó a conocer la casa
-La señora está fuera, pero llegará a mediodía. Las niñas volverán del colegio por la tarde. El doctor Ciudad viene a la una. Me pidió que lo atendiera y que le ofrezca lo que usted necesite. El doctor piensa que tal vez a usted le gustará pasar un tiempo en la biblioteca.
El primer patio estaba empedrado. En el segundo, había una fuente y un bebedero para caballos. Atravesaron el comedor principal, y Vallejo pudo advertir que la mesa de caoba tenía patas de garra de león. La sala principal ostentaba un mobiliario del siglo XIX. Era una típica casa colonial trujillana.
El poeta se quedó en la biblioteca aislado por completo del resto de la casa. A la una de la tarde, escuchó los pasos de su anfitrión.
-César, está usted en su casa.
Andrés Ciudad había pasado la mañana entre la Corte Superior de Justicia y su oficina jurídica atendiendo diversos asuntos de esa índole.
Vallejo comenzó a disculparse, y dijo que no quería causar incomodidades.
-Recuerde, César, que soy yo quien lo ha invitado a venir. Era usted el mejor amigo de mi hermano cuya memoria defiendo cuando lo patrocino a usted. Además, no va a estar mucho tiempo. Ya verá que en una semana conseguimos que se levante la orden de detención.
Conversaron un rato. A la una y media, entraron al comedor donde los esperaba la esposa del Ciudad. Fue un almuerzo breve.
Al final, dijo la señora Ciudad:
-César, para nosotros es un honor tenerlo en casa. Para mis hijas, será una inmensa alegría. Quieren conocer a un poeta… A un gran poeta… Ellas han organizado un lonche en su honor. A pesar de que será solamente entre nosotros, nos han exigido vestirnos como para un banquete. Caballeros, los dejo solos. Recuerden que a las seis nos vemos en el comedor.
Transcurrió la tarde. A las seis, entró Vallejo en el comedor. Vestía todo de negro. Su camisa blanca tenía puño doble. Saludó a las niñas. Elisa, la menor, corrió hasta el jardín y allí cortó una rosa blanca. Avanzó hacia él y se empinó para ponérsela en el ojal.
-A usted le queda muy bien.
César se sintió feliz y pensó que esta escena se repetía. Así exactamente y con una rosa del mismo color en la solapa vestía en la foto que se tomara con sus amigos en el agasajo al poeta Parra del Riego. Tuvo la corazonada de que la rosa blanca iba a aparecer muchas veces en su vida.
El abogado y su familia usaron ese día solamente una delgada puerta falsa que daba a la calle Independencia. Nadie más que Vallejo entró ni salió por la puerta de San Martín durante todo el día, y sólo los vientos de noviembre con sus aullidos pugnaban por colarse. Las ventanas de la casona estaban guarecidas por rejas de hierro forjado. Dos pétreas columnas daban marco a la puerta. El tallado y el decorado eran barrocos, y la madera procedía de Nicaragua. Era una entrada colmada de esplendor y provista de dos aldabones coloniales que terminaban en una pequeña sirena de bronce. La casona había pertenecido al arzobispo Juan Benedicto Mora en el siglo XVII y, en aquella época, bastaba asirse a uno de los aldabones para gozar del derecho de asilo. En el siglo XIX, había sido el centro del poder insurgente cuando el Libertador Simón Bolívar estableció en ella su cuartel general. Ese día, después de que ingresara Vallejo, no se iba abrir a nadie, y no se abrió. Además, nadie pidió entrar. Aquella arquitectura era imagen del poder y la seguridad. La soberbia puerta barroca permaneció cerrada hasta las 6 de la tarde en que, sin tocar los aldabones, nueve gendarmes comenzaron a dar golpes de comba sobre la colosal madera hasta que la derrumbaron, e irrumpieron a balazos mientras preguntaban a gritos:
-¿Dónde está Vallejo?
Vallejo en los InfiernosPor Eduardo González Viaña
Fragmento de la novela "Vallejo en los infiernos"
Fue recibido por un criado que le enseñó la habitación que le estaba reservada y abrió para él un ropero de cedro. Después, lo llevó a conocer la casa
-La señora está fuera, pero llegará a mediodía. Las niñas volverán del colegio por la tarde. El doctor Ciudad viene a la una. Me pidió que lo atendiera y que le ofrezca lo que usted necesite. El doctor piensa que tal vez a usted le gustará pasar un tiempo en la biblioteca.
El primer patio estaba empedrado. En el segundo, había una fuente y un bebedero para caballos. Atravesaron el comedor principal, y Vallejo pudo advertir que la mesa de caoba tenía patas de garra de león. La sala principal ostentaba un mobiliario del siglo XIX. Era una típica casa colonial trujillana.
El poeta se quedó en la biblioteca aislado por completo del resto de la casa. A la una de la tarde, escuchó los pasos de su anfitrión.
-César, está usted en su casa.
Andrés Ciudad había pasado la mañana entre la Corte Superior de Justicia y su oficina jurídica atendiendo diversos asuntos de esa índole.
Vallejo comenzó a disculparse, y dijo que no quería causar incomodidades.
-Recuerde, César, que soy yo quien lo ha invitado a venir. Era usted el mejor amigo de mi hermano cuya memoria defiendo cuando lo patrocino a usted. Además, no va a estar mucho tiempo. Ya verá que en una semana conseguimos que se levante la orden de detención.
Conversaron un rato. A la una y media, entraron al comedor donde los esperaba la esposa del Ciudad. Fue un almuerzo breve.
Al final, dijo la señora Ciudad:
-César, para nosotros es un honor tenerlo en casa. Para mis hijas, será una inmensa alegría. Quieren conocer a un poeta… A un gran poeta… Ellas han organizado un lonche en su honor. A pesar de que será solamente entre nosotros, nos han exigido vestirnos como para un banquete. Caballeros, los dejo solos. Recuerden que a las seis nos vemos en el comedor.
Transcurrió la tarde. A las seis, entró Vallejo en el comedor. Vestía todo de negro. Su camisa blanca tenía puño doble. Saludó a las niñas. Elisa, la menor, corrió hasta el jardín y allí cortó una rosa blanca. Avanzó hacia él y se empinó para ponérsela en el ojal.
-A usted le queda muy bien.
César se sintió feliz y pensó que esta escena se repetía. Así exactamente y con una rosa del mismo color en la solapa vestía en la foto que se tomara con sus amigos en el agasajo al poeta Parra del Riego. Tuvo la corazonada de que la rosa blanca iba a aparecer muchas veces en su vida.
El abogado y su familia usaron ese día solamente una delgada puerta falsa que daba a la calle Independencia. Nadie más que Vallejo entró ni salió por la puerta de San Martín durante todo el día, y sólo los vientos de noviembre con sus aullidos pugnaban por colarse. Las ventanas de la casona estaban guarecidas por rejas de hierro forjado. Dos pétreas columnas daban marco a la puerta. El tallado y el decorado eran barrocos, y la madera procedía de Nicaragua. Era una entrada colmada de esplendor y provista de dos aldabones coloniales que terminaban en una pequeña sirena de bronce. La casona había pertenecido al arzobispo Juan Benedicto Mora en el siglo XVII y, en aquella época, bastaba asirse a uno de los aldabones para gozar del derecho de asilo. En el siglo XIX, había sido el centro del poder insurgente cuando el Libertador Simón Bolívar estableció en ella su cuartel general. Ese día, después de que ingresara Vallejo, no se iba abrir a nadie, y no se abrió. Además, nadie pidió entrar. Aquella arquitectura era imagen del poder y la seguridad. La soberbia puerta barroca permaneció cerrada hasta las 6 de la tarde en que, sin tocar los aldabones, nueve gendarmes comenzaron a dar golpes de comba sobre la colosal madera hasta que la derrumbaron, e irrumpieron a balazos mientras preguntaban a gritos:
-¿Dónde está Vallejo?
Tras un fuerte empujón, Vallejo casi rueda en el oscuro calabozo. Luego se da cuenta de que allí hay un hombre que tiene el encargo de matarlo. Con esta cruda y violenta escena comienza la novela Vallejo en los infiernos (Ed. U. César Vallejo) de Eduardo González Viaña, quien trata de recrear la temporada del poeta en Trujillo, una estadía llena de amores, pero también marcada por los sinsabores de la cárcel.
Vallejo en 1920 estuvo preso 112 días, acusado por unos incidentes sociales, los que terminaron con el incendio de la casa de los Santa María. González Viaña fabula estos sucesos en Vallejo en los infiernos.
El autor Eduardo Gonzáles Viaña relata pormenores de su novela...Vallejo en 1920 estuvo preso 112 días, acusado por unos incidentes sociales, los que terminaron con el incendio de la casa de los Santa María. González Viaña fabula estos sucesos en Vallejo en los infiernos.
Vallejo en los infiernos es la coronación de una vida de esfuerzos. Entré a la universidad de Trujillo a los 16 años de edad y formé parte de un grupo literario llamado "Trilce". Desde esas mocedades universitarias y desde los primeros relatos, pensé en escribir sobre Vallejo. He tenido la suerte y el honor de conocer a coetáneos del poeta como Antenor Orrego, Haya de la Torre, Alcides Spelucín, Francisco Xandóval, José Eulogio Garrido, entre otros, y desde entonces y de todos ellos, recogí sus historias. Hubo algo, sin embargo, que convirtió mi idea de escribir en una misión. Fueron las palabras de Antenor Orrego proclamándonos sucesores de su generación. A mí, mozuelo preguntón, me aseguró que yo escribiría la historia de los suyos. Toda la vida he estado loco por cumplir esa misión y por que las palabras del gran filósofo fueran una profecía.
Soy como una hoja seca sin haber sido verde jamás, decía el poeta César Vallejo y vaya que su prisión fue una de las grandes injusticias que se dieron en nuestro país...
En agosto de 1920, en Santiago de Chuco, se produce un sangriento motín de gendarmes. Las primeras páginas del expediente y el testimonio popular revelan que se trató de un conflicto instigado por Carlos Dubois, jefe de los gendarmes y la familia más poderosa del pueblo. Se intentaba matar a las autoridades y producir un estado de caos bajo el cual los autores conseguirían el dinero acumulado por el pueblo para celebrar la fiesta del Apóstol Santiago. César Vallejo, con sus amigos y hermanos, acompañan a las autoridades. Los gendarmes disparan contra ellos y matan a Andrés Ciudad, amigo del poeta. Cuando el juez inicia la instrucción, Vallejo y las autoridades son testigos y denunciantes en tanto que Dubois y la familia instigadora son inculpados. Lamentablemente, la Corte de Trujillo envía a un singular juez ad hoc, Elías Iturri, abogado de Casagrande y Quiruvilca, quien trastoca el proceso y torna en inculpados a las víctimas. En esas circunstancias, el poeta es acusado de incendiario.
El proceso contra Vallejo es una maquinación burda y criminal. Se dicta orden de prisión contra Vallejo en mérito de la confesión "firmada" por Pedro Losada. Resulta que Losada es un analfabeto. El abogado de Vallejo pide que Losada sea llevado a Trujillo y la Corte acepta. Sin embargo, en el camino, Losada es asesinado.
Estas y otras barbaridades jurídicas se pueden apreciar en el expediente, armado por el juez ad hoc Elías Iturri. Resulta que el magistrado ad hoc es abogado de Casagrande y las minas de Quiruvilca. En esos años se habían producido rebeldías obreras contra la bestial explotación de esas empresas. El mejor amigo de Vallejo, el filósofo y joven periodista, Orrego, era acusado de anarcosindicalista y de instigador. En consecuencia, se trata de dar un castigo ejemplarizador a estos jóvenes a quienes los dueños de la hacienda y de la mima llaman anarquistas y bolcheviques. Vallejo es una víctima de este singular proceso, pero no una víctima pasiva. En Santiago de Chuco, los gendarmes habían hecho explotar a su lado la cabeza de su mejor amigo. Vallejo entró en la casa incendiada por el pueblo para buscar al criminal Carlos Dubois. Vallejo supo siempre las razones políticas por las que, de veras, se le quería aplastar, y nunca renegó de sus generosos ideales revolucionarios.
Lo hicieron cruzar la Plaza de Armas esposado. Al llegar a la esquina de la Municipalidad, se encontró de casualidad con el escritor José Eulogio Garrido, quien lo ha contado. Fue él quien reveló a Orrego lo que acontecía, y creo que de esa manera le salvó la vida. Vallejo... comienza justamente con la primera noche del poeta en el calabozo de la cárcel de Trujillo. Allí había un hombre encargado de matarlo.
Vallejo sale de la cárcel con lo que se llamaba entonces libertad provisional. Tiempo más tarde, sus incansables enemigos, los Santa María, reabren la causa y la llevan hasta la Corte Suprema de donde no sale resolución alguna.
Todo el tiempo, Vallejo quiso volver a su tierra. Lo testimonian repetidas cartas a su abogado e incluso a su hermano a quien le pide hacer una misa al Apóstol Santiago para que le conceda la gracia de poder regresar sin cargos judiciales. El Presidente de la Corte Suprema acaba de desagraviar al poeta y ha formulado disculpas públicas. Las disculpas son generosas pero innecesarias, puesto que el Poder Judicial no maltrató a Vallejo. Quienes deben darlas al mundo son sus infames y eternos perseguidores, o sus descendientes.
Vallejo en los Infiernos
Se trata de un hermoso libro de Eduardo González Viaña, que reconstruye la vida de César Vallejo a partir de su prisión y permanencia inicial en la celda de “ablandamiento” (“los infiernos”, llamada acá “el infiernillo”), acusado falsamente de terrorista, contada en íntima relación con su producción poética, sus dolores, sus pérdidas, las agresiones sufridas (fue incluso golpeado salvajemente por unos “niños bien”), sus amores y sus convicciones de izquierda, su consecuente “peligrosidad” (un personaje sentencia: “Un artista, señor, es un hombre sospechoso (…) de entrada lo calificaron de anarquista”), hasta su viaje a Europa y su muerte en París. Uno entiende, finalmente que “solo el arte dura más que la muerte” y que en los explotados de nuestros países hay, desde los tiempos del gran poeta, “una protesta, un terrible dolor, que tal vez algún día explotará. Por ahora, esa protesta todavía es dolor. Es llanto, todavía”.
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